CUESTIÓN DE HONOR (16 de julio de 1212)

Un año más, insistimos en la necesidad de poner en valor los orígenes y la historia de nuestro pueblo.

En concreto de la batalla de Las Navas de Tolosa.

De aquella batalla, la casa Marroquina trajo para Guriezo la Cruz que engalana el escudo del Real Valle de Guriezo. 

El campo de Azur y la Cruz provienen de la batalla de Las Navas de Tolosa y la bordula de gules con ocho cruces de San Andrés en oro corresponden a la batalla de Baeza, en 1227.

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En más de una ocasión he hecho referencia a la importancia y trascendencia  que tuvo esta batalla y su impronta en nuestro municipio, prácticamente desconocida y olvidada. Guriezo y la carga de los tres reyes


No quiero resultar pesado, pero a modo de pequeño homenaje y de cara a espolear el conocimiento sobre las raíces de nuestro pueblo (analizando el pasado se extraen muchas conclusiones que explican parte de nuestro presente y nos permiten dibujar nuestro futuro) les dejo a continuación un breve relato de aquella batalla (parte sacado de cronistas de la época y parte ficción)

Cuando amaneció, los dos ejércitos estaban formados frente a frente a una cierta distancia. En la vanguardia del cristiano, capitaneando sus tropas de choque, don Diego López de Haro escuchaba esta advertencia de labios de su hijo: 
Padre, que lo hagáis de modo que no me llamen hijo de traidor y que recuperéis la honra perdida en Alarcos (La batalla de Alarcos  en 1195 supuso una derrota muy dura para el Rey de Castilla Alfonso VIII en la que el monarca culpaba a López de Haro y a sus tropas,  a las que acusaba de cobardía frente a las tropas de Yusuf Al Mansur)
A lo que el viejo guerrero respondió: Os llamaran hijo de puta, pero no hijo de traidor. (Lo decía don Diego porque su esposa era de costumbres libres y lo había abandonado.) 
Don Lope prometió a su padre: Seréis guardado por mi como nunca lo fue padre de hijo, y en el nombre de Dios entremos en batalla cuando queráis.

Martín, a la derecha de don Diego, sujetaba las riendas de su caballo. Las palabras del muchacho habían traído  a su cabeza el doloroso recuerdo de aquel aciago día. Una cosa tenía clara: ni él ni ninguno de los guriezanos que le acompañaban en aquella gesta volverían a casa, a su Guriezo del alma, con la cabeza gacha. Ya no se trataba de la victoria, ni del botín ni de las prebendas que el Rey de Castilla pudiera concederles, se trataba de una cuestión de honor. Nadie, ni ahora ni en los siglos venideros podría tener la menor sombra de duda sobre la valentía, el honor y la lealtad ni suya ni  de los vecinos del valle que le acompañaban. No  había opción, bajo aquel sol abrasador sabía que ese día se decidiría su suerte, para bien o para mal. Giró la cabeza buscando la mirada de sus compañeros, todos ellos vecinos de Guriezo, duros, curtidos en mil batallas. Observó sus ojos y como si estos le hubiesen leído el pensamiento, pusieron su mano derecha sobre el pecho y asintieron con la cabeza. Martín desenvainó su espada y esperó la orden de ataque...


La caballería cristiana capitaneada por don Diego cargó por la pendiente de la Mesa del Rey abajo al encuentro enemigo. El terreno era difícil, cubierto de monte bajo, arbolado y tajado por un barranco. Al choque, las avanzadas musulmanas se deshicieron y dispersaron como si huyeran, sin dejar ni un muerto en el campo, y los cristianos prosiguieron su galopada en busca del blanco firme que se ofrecía en los altozanos contiguos, donde estaba apostada una muchedumbre. Allí se produjeron los primeros choques pero los atacantes atravesaron esta segunda línea sin mayor dificultad y todavía les quedó impulso para arremeter contra el grueso del ejército almohade.

El terreno favorecía a los musulmanes, que estaban en alto. Los cristianos llegaban a ellos cansados por la cabalgata y desorganizados por los previos encuentros. Por otra parte, las tropas que los esperaban eran de mejor calidad que las de vanguardia. No sólo rechazaron el ataque fácilmente sino que contraatacaron pendiente abajo con gran grita y ruido de los tambores de la zaga y obligaron a los cristianos a ceder terreno. Las tropas de los concejos comenzaron a desmayar, la situación no podía sostenerse ni siquiera con los refuerzos que llegaban de la segunda línea de los cruzados. Fatalmente la vanguardia cristiana se había desorganizado y desmoronado ante el empuje almohade. 

Desde su puesto en la tercera línea, el rey Alfonso VIII contemplaba, entre la polvareda lejana, la retirada de las banderas de sus tropas. Creyó distinguir entre ellas el pendón de don Diego López de Haro y volviéndose al arzobispo de Toledo que a su vera estaba, comentó con disgusto: Mirad como vuelve la seña de don Diego. Andrés Roca, ciudadano del concejo de Medina del Campo, escuchó lo que el rey decía y le replicó: Cierto no es aquella la seña de don Diego, mas mirad adelante y veréis vuestra seña y don Diego con la suya. Los que huyen los villanos somos, que los hidalgos no, que aquella que huye la seña es de Madrid.
Mientras, en el campo de batalla Don Diego y los suyos se mantenían a pie firme sin ceder terreno, pero era evidente que las dos primeras líneas cristianas, asaltadas desde mejores posiciones por los veteranos almohades y penetradas y envueltas por caballería ligera del enemigo, se hallaban en desesperada situación, desorganizadas y al borde del colapso. Además, ofrecían un blanco casi inmóvil a los arqueros y hondero se Al-Nasir. Estaba claro que las fuerzas cristianas en liza no podrían, por si solas, salvar la situación. 
Martín era consciente de que no había salida. Veía como caían sus compañeros bajo la lluvia de flechas de los arqueros almohades. Vió a lo lejos a Peyo, vecino y amigo suyo desde la infancia como caía del caballo víctima de una lanza enemiga. Gritó de rabia y desesperación, empuñó su espada y a la orden de don Diego emprendió la que sabía sería su última cabalgada. Retirarse no era una opción...

Alfonso VIII creyó llegado el momento de dirigir la carga decisiva, de cuyo resultado dependía la suerte de la jornada.


Según la crónica, el rey dijo al arzobispo de Toledo: Arzobispo, vos y yo aquí muramos. Y sin más  cargaron al frente de la tercera línea para socorrer a los que estaban batallando en la ladera del palenque del Miramamolín.

Al propio tiempo, sincronizando su movimiento con el del cuerpo central, entraban en combate las reservas de las alas, al mando de los reyes de Aragón y Navarra.

Tras la batalla, pasaron meses hasta que Martín volvió a su hogar, a su querido y añorado Guriezo. Habían sido reconocidos, valorados y recompensados por el Rey Alfonso VIII de Castilla y entre las muchas prebendas otorgadas, una era la que Martín lucía con más orgullo, la Santa Cruz en su escudo de combate. Desde ese día, su casa y su barrio serían conocidos como los de la Santa Cruz.


Quedarían por delante más batallas, pero esa es otra historia




   

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